martes, 6 de enero de 2015

tintura negra, secreto

La última vez que te vi parecías más joven, ¿treinta años? Ahora me entero que tienes un hijo, su voz es ronca y parece de esos chicos que han aprendido a ser buenos con las mujeres. ¿Tu marido vive contigo? Yo y mi prima te preguntamos si tienes tiempo de pintarnos el cabello, dices que sí y dejas de arreglar el tuyo frente al pequeño espejo. Mi prima pasa primero. Yo me siento y miro a través de los grandes ventanales, hacia la avenida. A veces escojo tres o cinco segundos para mirarte, y me esfuerzo en demostrar que pronto distraigo la mirada. Tenis deportivos, jeans deslavados, sudadera verde limón y el cabello hecho un lío. ¿Quién eres? Dicen que te llamas Alejandra, pero pienso que sería mejor que te llamaras Azucena o Laura.

Me dices que llegó mi turno, Azucena, y me acomodo frente a ti en un asiento suave que me obliga a no mirarte directamente. Te veo desde el espejo, cuando no te das cuenta. Antes de colocarme una manta de algodón sobre mi abrigo para que éste no se ensucie con el tinte, me dices en volumen bajo que tienes las manos frías, mientras metes tus dedos entre la ropa y mi espalda, para acomodar la manta. Te mueves rápido. Poco a poco siento cómo me humedeces el cabello con la tinta negra, giras mi cabeza con tus manos delgadas y teñidas y yo te obedezco; hago lo que tú quieres haga. Cierro los ojos mientras me peinas cuidadosamente, mientras mojas el resto de la cabellera. Sonrío si recuerdo tus manos heladas en mi espalda.

Cuando me enjuagas el cabello, Azucena, Alejandra, todos los que están en esta estética deberían saber que es tiempo de irse, porque qué cálidas me parecen ahora tus manos, cuando me acaricias la frente y te inclinas tanto sobre mí que puedo sentirte respirando sobre mis ojos cerrados. ¿Son tus manos estas, Alejandra, Laura, las que frotan y crean espuma detrás de mis orejas, sobre la nuca? Sí, todos deberían marcharse ahora. Tu pierna roza continuamente mi hombro y tu respiración la percibo cada vez más tibia y más dulce, cerca del cuello y sobre mi frente. Eres callada. No hablas ni si quiera con el resto de los clientes. Una gota de agua jabonosa me resbala por el cuello, casi hasta el pecho, y yo sostengo la respiración mientras la limpias cuidadosamente con una toalla blanca. Te ríes bajito. Me divierte pensar que nos están mirando. Apenas me animo a entreabir los ojos de vez en cuando, no quiero que este momento termine. Eternamente quiero sentir tus manos entre mi cabello, Azucena, Laura, Alejandra. El absurdo de que alguien de cabello negro se tiña el cabello de negro sólo se justifica por este momento, pienso. Si cesas de enjuagar el cabello ahora el absurdo me abrumará tanto que sólo podré pensar que me he equivocado de tono, de lugar, de gusto. Cuando abra los ojos y me vea en el espejo pensaré si me ha quedado bien este tono y si le gustará a algún hombre.
¿Nos conocemos, Alejandra? Me pregunto por qué es tan fácil desearte cuando cierro los ojos. Quizá yo también te gusto un poco. Ahora sólo estoy contigo, Alejandra, y nos relacionamos a través del agua. Nadie sabe este lenguaje húmedo y mudo que tenemos en el espacio íntimo de nuestros pensamientos.

Antes de irme te agradezco efusivamente, sonrío y juego con mi cabello frente al espejo. Evito mirarte. El pudor y la evidencia del absurdo es lo único que tengo cuando mis ojos están abiertos.