miércoles, 15 de mayo de 2013

Juegas al mudo y lo haces muy bien.

Cogiste tu libreta de números en desuso y encontraste el teléfono de su casa. Su número era uno de esos números extraños que parecen ordenados de una forma matemáticamente lógica y recordaste la primera vez que intentaste memorizarlo: seis por dos, más uno, menos tres, por cero  (la sumatoria era el último dígito), seis. 6 2 1 3- 4 0 6. Siempre siguiendo el orden: por, más, menos, por. Obviamente recordarlo a largo plazo sería un lío, pero al calor de aquel enamoramiento furtivo todo resultaba posible. En fin, para qué pensar en esas cosas ahora. Llamaste.
De pronto un interminable quejido agudo, “tiiiiiii…. tiiiiiii”…
Te da tiempo de imaginar cómo sería la voz de ella. Su voz que no sería tu voz, ni mi voz, ni la voz de él. Es una voz bárbara que gobernó las provincias de antaño tuyas. Lo sabes y al recordarlo no haces más que apretar el puño de tu mano y mover nerviosamente los dedos de tus pies. Hubo una incómoda espera cargada de silencio que terminó por volverse un desafinado escándalo. Entre esas voces encontraste la voz de ella, más como un  pretexto para sentir que, dado que la conocías, podrías dominarla. Profunda, te dijiste desde lejos, sin duda  su voz es profunda. Si no era así entonces nada explicaba que él prefiriera su voz, que eventualmente lo abandona, a la tuya, que incluso esta tarde (cada “tiiiin… tiiiiin” más cerca del oscuro vuelo del búho y la melancólica estrella de la tarde) sin querer buscarla vas y la encuentras, garabateada en una vieja libreta de direcciones que te reitera el eventual fracaso del olvido. 
 “Tiiiiin…. tiiiiin…”
Cuelgas.