sábado, 14 de enero de 2012

El trip.

Cocteles sensoriales
Abro los ojos y de pronto estoy ahí, en la turbulencia. Cebolla, queso, pescado, humedad y desodorante axe son algunos de los olores que sazonan el ambiente en el que me sumerjo. Debajo de mis pies siento el hormigueo del suelo, vamos a gran velocidad y fuera sólo veo oscuridad y a veces luces… tal parece que podría estar en el espacio, en una nave de expedición con decenas de tripulantes; pero  en realidad estoy en el metro de la ciudad de México. Probablemente llegaré pronto a la estación Hidalgo donde habré de trasbordar a otro gusano naranja para llegar a mi destino: Bellas Artes.
     En el camino, dentro del vagón, converge gente muy diversa pero todos estamos ahí, debajo de la tierra mientras nos movemos como hormiguitas… y de pronto somos iguales. Nos movemos a la misma velocidad y con igual inercia. Huelo a los demás y los demás me huelen, escucho y me escuchan, formo parte de este coctel de masa multicolor y me siento parte de la obra.
     De pronto entra a la conversación de mis amigos y yo una Guaracha Sabrosona (que puedes adquirir junto con 200 canciones más, por sólo diez pesos) que suena en la bocina de un vendedor ambulante a nuestra espalda, mientras un niño llora a lado mío y una vocecilla robótica que sale del techo nos pide que se permita el libre cierre de puertas. A mi alrededor siento los cuerpos que se estrujan con el mío, puedo sentir a alguien muy delgado con un saco de piel, una señora corpulenta que huele a humo de cocina, mientras me ocupo de no aplastar a la viejesita que sostiene un canasto de pistaches.
     De una forma salvaje, el metro se detiene y creo sentirme como los pollos cuando los llevan en un camión hacía el matadero, chochamos unos con otros, hay algunos chillidos y vuelan plumas por los aires. Pisando algunos zapatos y quizá hasta picando un ojo me sumerjo a contracorriente en un caudaloso río de gente para poder salir del vagón. Cuidándome de no perder a mis amigos ni mi celular, con un suspiro veo alejarse la maquina color zanahoria y me siento tranquila de haber sobrevivido. Ahora pronto estaré respirando aire fresco y mirando una luz más natural.
     Con este pensamiento, apresuro el paso como todos los demás. Mientras subo las escaleras dejo atrás una urbe para sumergirme en otra, pero ahora el peso que tendré sobre mi cabeza no será el de una ciudad frenética, ahora sólo son nubes y cielo. Frente a mi se alza imponente el Palacio de Bellas Artes y escucho el murmullo de todo lo que me espera al cruzar la calle.
     Noto que los olores han cambiado, se disipan los efluvios humanos y huelo a las máquinas;  automóviles y su gasolina quemada, motores que necesitan un mecánico y llantas que han viajado bastante. Ahora el sonido ensordecedor del metro y vendedores ambulantes ha cambiado por niños riendo, mamás cuidando que no echen  a correr, un hombre hablando en un idioma extranjero a su teléfono celular y la vocecilla robótica que pedía amablemente qué hacer, ahora ha cambiado por un hombre panzoncillo uniformado que nos grita con un silbato.
     Cruzo la avenida y miro rostros distintos, ajenos. Cada uno con una expresión particular, no miro con detenimiento a todos pues no hay tiempo. Llegaré pronto al extremo de la avenida y nos habremos olvidado, sin conocernos.
     Me siento entusiasmada caminando por la calle de Madero. Empiezan las botargas, un hombre pintado de robot, un pirata. Podría ser yo cualquier cosa en aquella calle. Lo que más me excita de aquel sitio suele no ser lo que  todos miran en un primer plano. Miro hacia arriba, algunos metros más sobre las cabezas de las personas, y me encuentro con un mundo diverso. Ahí convergen diferentes corrientes artísticas, me lo cuentan como en secreto la arquitectura de los recintos.
     Caminamos un poco más y me percato de que no percibo ningún olor en especial, lo cual me inquieta. Al pasar frente a una iglesia convenimos en pasar a observar y conforme avanzamos hacia ella bajamos el volumen de nuestra charla. Al entrar, de nuevo soy testigo de los diversos aromas. Mezclado con un ligero toque de incienso, que casi se desvanece, surge un olor nuevo que hasta entonces no lo hubo en todo el viaje. Huele al silencio de las cúpulas viejas, a madera humedecida a lo largo de los años, con capas sobre capas de barniz para darle brillo. Huelo la esperanza de la gente mayor y casi huelo su soledad. Nos sentamos en una banca vacía justo en medio y de inmediato me invade la frescura del lugar. Un extremo se encuentra en reparación y sólo los movimientos del hombre sobre la escalera rompen el silencio, un silencio que de pronto reparo me parece inquietante. Llegan los murmullos de la calle y descubro la diferencia de las atmósferas. No, en esta atmósfera no me siento protegida ni plenamente tranquila; me siento tremendamente sola, insignificante. Miro los bajorrelieves en los muros, las esculturas de santos que desconozco y pinturas de pasajes bíblicos mientras intento recordar alguna oración en mis empolvados recuerdos del catecismo. No consigo recordar ninguna y cuando me doy cuenta estoy teniendo pensamientos pecaminosos. Río en silencio y tomo mi mochila para salir de nuevo. Que sed me ha dado.
     Salimos de la iglesia y noto a mi amiga Frida más tranquila que allá dentro, Ricardo tiene la expresión de haber descubierto nuevas cosas y todos parecemos cansados. Parece que nuestro viaje está por terminar cuando propongo vayamos a tomar un tarro de pulque. Tras una serie de argumentos de apariencia lógica los convenzo de dirigirnos a “Las Duelistas”.
El olor del alcohol y fermentación nos avisan la cercanía de la pulquería y apuramos el paso. Ya desde la esquina se escuchan las risas y calurosas charlas de voces jóvenes. Frida abre las puertas de madera y entramos tras ella en fila india. El olor del pulque es muy intenso y mi boca parece de agua. Buscamos un sitio y pedimos curados de mandarina, apio y guayaba. Frente a mi hay un espejo al que le falta un pedazo en forma de triángulo y sólo se refleja la mitad de mi rostro. Conforme el tarro lentamente queda vacio mis mejillas se calientan y me arrullo con la música que suena en la rocola. Un señor pide un plato de frijoles con salsa y ese olor me hace sentir en casa de mi abuela.
     Miro frente a mi a mis amigos y compañeros de viaje, que dichosa me siento de estar con ellos en ese momento. Sabemos que fue un día largo y lleno de sensaciones, se hace tarde y será mejor que volvamos a casa. Nos dirigimos bajo el sol de media tarde hacia el metro, donde tomamos rumbos distintos. Los pies me duelen y al entrar al vagón sólo busco un asiento vacío. Me siento y cierro los ojos, me sumerjo de nuevo en el ronroneo del metro, en los olores y sonidos que emiten los pasajeros quizá igual de cansados que yo, sólo espero la vocecilla robótica que me indique que he llegado a mi nuevo destino.