Ayer usé tu blusa "bonjour mon amour" (esa que compraste cuando inicié mis clases de francés) y fue otra forma de
contarles a todos que aunque estabas lejos te tenía conmigo, en mí. Dejé que
el amarillo chillante de tu blusa me llenara toda, con tu aroma, con tu risa,
tu cabello. Cuando la gente me veía en la calle me pregunté si podrían reconocer que esa blusa te pertenecía,
que la usaste cuando fuimos felices juntas, y que el hecho de que yo la
vistiera significaba que casi, finalmente, yo había triunfado, que el tiempo no
nos había arrebatado la una a la otra, que un mar inmenso no ahogaba nuestras
tardes de pizza, de paseos en la
universidad, de charlas nocturnas, de besos a medio pasillo, a media escalera,
de mis abrazos largos, largos, mientras tenías una llamada telefónica de
trabajo y yo te escuchaba hablar en chino y cerraba los ojos y lloraba. Esa blusa hablaba a todo el mundo hoy de desayunos
improvisados, de una tarde debajo de la lluvia torrencial y un chofer de un
camión llamándonos locas, de tú y yo comiendo pan de dulce, de nosotras
corriendo alrededor de una fuente a las seis de la tarde, de esos momentos en
que me invitabas un café con leche y que sin decir palabra me hacías parecer que me querías desde
siempre. Pero luego llegué a casa y me tuve que quitar la blusa, ahora
contaminada por mi aroma y mi nueva rutina. Entonces fue real tu ausencia, y percibí
que no recuerdo ya tu voz y que he pervertido el acento de tu nombre. Que hace
mucho que no duermo contigo, con la ventana abierta escuchando a un ave
nocturna. Las noches de ahora
transcurren para mí pensando que no te he escrito y me preocupa creer que en
medio de mi noche tú a medio día estás olvidando cuánto nos quisimos.