martes, 22 de enero de 2013

Necia insomne.

La crisis térmica dentro de mi recámara terminó por hacerme escabullir, con un brinco, fuera de la cama. Pude librarme de los brazos asfixiantes y poco confortantes de mis sábanas dispares. Me senté con sigilo al filo de la cama y, en la penumbra, desfilaron uno a uno mis perturbadores pensamientos nocturnos, todos vacilantes alrededor de tres temas que desde mi adolescencia me turbaron: la muerte, el amor y el futuro incierto.  
En este momento mis padres duermen en el cuarto de lado, papá ronca y ronca, mamá la presiento cansadísima. A veces cuando despierto en la madrugada por algún sueño funesto o tenebroso, deseo incesantemente que se termine la noche, la oscuridad y el silencio; anhelo inútilmente que llegue la hora en que el sol salga de nuevo y me confirme que mis padres, mi hermano, los vecinos,  en fin, el mundo entero, están sanos y salvos  en este mundo vivo.  Es que para mí la noche significa algo así como las horas en que se abren los caminos entre la vida y la muerte. Por ejemplo, recuerdo que de  pequeña tenía mucho temor de levantarme al baño porque sentía que en la oscuridad insondable que separaba mi cuarto del cuarto de baño, podía perderme para siempre y no encontrar el camino de regreso a mi camita. Luego de varios años de incertidumbre, nos cambiamos de casa y ahora me levanto a orinar más apacible que una vaca porque el baño está a escasos cuatro pasos de la puerta de mi recámara. Sin embargo, la muerte ha sido una constante en mis noches. Una noche recibí la noticia de un accidente sufrido por mi hermano y pensé que podía morirse, nada me resultó más terrible que se pudiera morir de noche. Tampoco olvido que cuando estudiaba la secundaria soñé varias noches que yo asesinaba violentamente a señoras, frente a sus hijos, y después me sentía fatalmente culpable. En fin, así es como ha fermentado en mí la idea de la muerte en estas horas silenciosas.
Pero más allá de los desgraciados pensamientos mortuorios, también se encuentran algunos otros que me regurgitan los jugos gástricos mientras giro sobre el colchón y tejo con mis piernas un nudo ciego de cobijas y sábanas: el amor. Las ideas acerca del amor que pudo ser y que no es, del amor que fue y del amor que nunca será me usurpan inconscientemente todo sosiego. Que ganas de tormento, me digo a veces. Como lava de volcán enfurecido brotan imágenes de besos ardientes o abrazos incomprendidos. Deseo, ternura, nostalgia o dolor impalpable es lo que empiezo a sentir por todo el cuerpo hasta que me abandono a un estado de total añoranza amatoria que difícilmente desaparecerá hasta que me asalte el sueño. Esta noche especialmente pensaba en mi último jueguito seductor y fatuo con un catedrático arrogante y guapo. Es totalmente absurdo, incomprensible e inoportuno mi sentimiento pero… ¿qué hago? ¡¿Dime qué hago, Ovidio?! Lo peor es que mi deseo empeora con la lectura persistente de Cuentos subidos de tono o casi cualquier obra de García Márquez en las que aflora el amor bravío de corazones indomables que, a veces , los comparo con el mío.
La situación es incierta conmigo, como el futuro en sí mismo y por ello no duermo. No duermo porque espero con ansia insana el futuro inmenso e impredecible. Esta noche no duermo porque espero alborotada la muerte, el amor, el destino. ¿Por qué? No lo sé, quizá sólo por sentir que algo se cocina para mí mientras la ciudad duerme, un platillo que reviente de sabor cuando lo pruebe y que en cada bocado diga: especial para una necia insomne.